La muerte.
Suele decirse que el último momento de la vida se estira como un océano de tiempo.
Quizás es aquí donde podemos buscar cierta inmortalidad, en la idea de la infinitud de la experiencia.
Ese último momento, acorralado contra la angustiante inmediatez de su final, comienza a desplegar su potencia sensorial al infinito transportando el ser hacia una percepción colosal.
Desde la perspectiva de un observador (un amante a la espera del saludo final) hay un fin. El fin de ese cuerpo ya inerte, ya sin movimiento. Aquí no hay otro escape que en la percepción del observador, quizás estirando, ampliando la idea de la vida hasta otros lugares que el cuerpo mismo.
Pero para el (próximo) muerto la percepción se multiplica con una potencia tal que se despliega a mayor velocidad que la muerte misma, haciendo que ese último momento, esos últimos instantes, se amplíen indefinidamente en un tiempo que se estira subdividiéndose al infinito.
En ese movimiento, la vida, la percepción de estar vivo, es tan gigantescamente poderosa que se eterniza; llevando la existencia a un punto donde todo final se anula en la división de sí mismo.
Al infinito de su propio infinito.
II
Entonces
si miras con atención
Si zambulles tu mirada en el abismo de los ojos
de alguien que esta muriendo
si te dejas atraer por la negra incandescencia
de esas pupilas ardiendo de inmensidad
y abandonas con indiferencia todo lo que amas
todo lo que te hace tu mismo
veras que el tiempo se detiene
todo lo vivo se petrifica
todo movimiento se enlentece
a medida que tu memoria
a medida que toda representación
explotando en una multiplicidad inagotable
indefinidamente extensa
infinitamente intensa
en la que cada partícula elemental
es un nuevo universo,
una nueva dimensión de la experiencia
donde eso que llamabas yo
estalla como un minúsculo fractal
disperso en lo existente.
2 comentarios:
muy grosso! (perdón por la falta de sofisticación del adjetivo).
El milagro secreto, de Borges
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